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Michel Hulin, en su libro «La mística salvaje» (publicado en España por la editorial Siruela), recoge un buen número de relatos donde diversas personas describieron brevemente algunas de sus experiencias cumbre, las cuales Michel Hulin considera en su libro como diversos tipos de experiencias místicas.El libro recoge esas experiencias en contextos diversos (en el ámbito religioso, bajo la influencia de drogas, o también experiencias espontáneas sin un contexto específico).
Los dos casos que copio pertenecen al 2º capítulo del libro: La experiencia mística espontánea. Un aliciente de este tipo de casos es que los hechos relatados no sucedieron en un contexto de búsqueda, sino que son un conjunto de casos diversos, diferentes entre sí, habiendo tanto casos de personas con convicciones religiosas como de personas sin tales convicciones, pero en cualquier caso, las experiencias relatadas son espontáneas porque surgieron de manera inesperada, por sorpresa y sin haberlas buscado.
Cedo la palabra a Michel Hulin (en color azul) y a dos de los relatos que él cita (en color verde):
El relato dejado por el psiquiatra canadiense Richard Maurice Bucke (hacia 1880), por ejemplo, comienza, como muchos otros, por describir las circunstancias bastante anodinas en las que sobrevino esta experiencia: una noche que había transcurrido discutiendo con amigos, después un trayecto de vuelta bastante largo en coche de caballos durante el cual su espíritu volvía distraídamente sobre los temas abordados en la conversación anterior. Nada dejaba prever lo que seguiría:
De golpe, sin ningún signo de advertencia, me encontré envuelto en una nube del color de una llama. Por un instante, pensé en un fuego, en un inmenso incendio que asolaba el interior de esta gran ciudad, en algún barrio cercano al que yo me encontraba. Un instante después, comprendí que el incendio estaba en mí. A continuación, me vi sumido en un sentimiento de exultación, una alegría inmensa acompañada o seguida inmediatamente por una iluminación intelectual imposible de describir. Entre otras cosas, tuve ocasión no ya de creer, sino de ver, que el universo, lejos de estar hecho de materia inerte, es, al contrario, una Presencia viva. Tomé conciencia de la vida eterna en mí mismo. No era la convicción de que la poseería un día, sino más bien de que la poseía ya. Vi que todos los hombres son inmortales, que el orden cósmico está dispuesto de este modo, que todas las cosas actúan conjuntamente para el bien de cada uno y de todos. Vi que el principio fundador del mundo, de todos los mundos, es lo que nosotros llamamos amor y que la felicidad de todos y de cada uno es, a largo plazo, absolutamente segura. La visión no duró más que algunos segundos, pero su recuerdo, unido a la noción de la realidad de su contenido, se ha mantenido a través del cuarto de siglo que ha pasado desde entonces.
Más interesante todavía, tal vez, es el relato de Dorothea Spinney (hacia 1950) que conocemos gracias a Robert C. Zaehner. Esta inglesa de nuestro tiempo se expresa en algunas partes —observa Zaehner— en los mismos términos de las Upanishads, de las que, sin embargo, al parecer, ella no tenía el menor conocimiento:
Me senté en la cama para mirar a través de la gran ventana, justo frente a mí, y contemplé desde allí las luces que se reflejaban en las estrechas calles fangosas de aquella pequeña ciudad. Pensaba en el agrado que producía a Charles Lamb la claridad de las farolas sobre los adoquines mojados, cuando de repente una bruma de un color blanco azulado, translúcido, brillante, sustrajo de mis ojos este mundo y toda experiencia de estar allí que yo tenía. Con la bruma me llegó una paz y una alegría inefables. [...] Apenas se puede describir una experiencia en la que se es arrebatada en... en ¿qué? Algo sobre lo que nunca había leído, sobre lo que jamás había meditado, cuya existencia nunca había conocido, del mismo modo que un niño, antes de nacer, no puede comprender una descripción de este mundo.
La bruma se hizo más densa, y a medida que se volvía más profunda, el conocimiento, el consuelo, el resplandor, la paz, en una palabra, el éxtasis, se ahondaron igualmente, hasta que «Yo» parecí ser «Eso» y «Eso» pareció ser «Yo». Estábamos confundidos, mezclados, fusionados... Toda yo era conciencia, despertar, y sin embargo, cuando volví en mí, no había nada que contar. Cuando estaba sumergida, estaba en todo lo que ha sido, fue y será; ahora me doy cuenta de que el ser humano mide el espacio y el tiempo, nada es antes o después, sino simultáneo, todo está ahí.
De repente, la bruma, la luz, desaparecieron igual que habían surgido. Seguía sentada en mi cama, agarrando la sábana, con los ojos muy abiertos, mirando las luces de la calle.
Mi primer pensamiento fue: «¡Bien! Debajo de todo existe esta calma, esta alegría, esta seguridad...». Luego me sucedió algo curioso. Miré el mundo exterior por la ventana, palpé los muebles de mi habitación y me dije: «Qué extraño, este mundo es una sombra. He tocado lo Real y lo que siempre está "ahí"; todo este mundo que conocí será en adelante irreal. ¿Por qué está ahí? ¿Para experimentar qué?».
Fuente: La mística salvaje. Michel Hulin. Editorial Siruela.
Nota: En cuanto al tipo de preguntas con que concluye la cita anterior, (¿Por qué está ahí este mundo? ¿Para experimentar qué?), son preguntas tan típicas como falsas, aunque amablemente los sabios accedieron a tratar de dar alguna respuesta aproximadamente útil (por ejemplo: el mundo es lila, juego), un tema que aparece en este post reciente: Lila (el juego): http://jugandoalegremente.blogspot.com/2015/03/lila-el-juego.html
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