sábado, 18 de agosto de 2012

Dostoievski: El sueño de un hombre ridículo

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Lo siguiente son algunos trocitos (descontextuados) de un cuento de Fiódor Dostoievski, de 1877, titulado «El sueño de un hombre ridículo» (las ocasionales letras en cursiva son del autor del cuento):

(...) Puede que fuera por aquello de que en mi alma crecía una terrible melancolía debido a un hecho, que era infinitamente superior a mí; para ser más exactos, se había apoderado de mí la única convicción de que en el mundo todo daba igual. Lo venía presintiendo desde hacía ya tiempo, pero la convicción completa se me presentó de pronto el último año. De repente sentí que me daba igual que existiera el mundo o que no existiera en absoluto. Comencé a percibir con todo mi ser que nada existía a mi alrededor. Al principio creí que, a pesar de todo, en otros tiempos hubo muchas cosas, pero más tarde llegué a la conclusión de que tampoco antes las hubo, de que todo era una ilusión. Poco a poco me fui convenciendo de que jamás existiría nada. Entonces de pronto dejé de enfadarme con la gente, y apenas me percataba de ellos. La verdad es que eso afloraba incluso en las nimiedades más insignificantes; por ejemplo, iba por la calle y me chocaba con la gente. Y no era porque fuera ensimismado y pensativo: no tenía nada en que pensar; por aquel entonces dejé de pensar completamente: todo me daba igual. Si al menos hubiera resuelto algún problema; pero no resolví ninguno. ¡Y cuántos había! Pero todo me daba igual, y todos los problemas se apartaban de mí por sí solos.

Fue después cuando conocí la verdad. (...)

(...)

(...) de repente una niña me agarró por el codo. (...)

(...) Me senté, encendí una vela y me puse a meditar. Al lado, en otra habitación, detrás del tabique, continuaba la juerga. Llevaban así ya tres días. Allí vivía un capitán retirado, que tenía invitados —unos seis troneras— que bebían vodka y jugaban a las cartas con unos viejos naipes. La noche anterior hubo pelea, y sé que dos de ellos se habían tirado de los pelos durante un buen rato. La casera quiso presentar una denuncia, pero le tiene mucho miedo al capitán. (...) por más que puedan gritar al otro lado del tabique, y por más gente que pueda haber allí, a mí siempre me resulta indiferente. Permanezco toda la noche sentado, y la verdad es que ni los oigo, hasta tal punto me abstraigo y me olvido de que están allí. No me duermo en toda la noche hasta el amanecer; y así ha transcurrido ya un año. Durante la noche entera estoy sentado en el sillón, delante de la mesa sin hacer nada. Los libros los leo sólo durante el día. Permanezco sentado y ni siquiera pienso, sino que dejo que algunas ideas me ronden, y yo las dejo vagar a su libertad. Durante la noche se gasta toda la vela. 

Me senté despacio junto a la mesa, saqué el revólver y lo puse delante de mí. Cuando lo coloqué, recuerdo que me hice una pregunta a mí mismo: «¿Ha de ser así?», y completamente convencido me dije: «Así ha de ser». Es decir, me suicidaré. Sabía que probablemente me suicidaría aquella noche, pero ignoraba cuánto tiempo permanecería así sentado junto a la mesa. Y sin duda alguna me habría dado un tiro en la cabeza, de no ser por aquella niña.

II

Ya lo ven: aunque todo me daba igual, yo —por poner un ejemplo— sentía dolor. De haberme dado alguien un golpe, habría sentido dolor. Y lo mismo sucedía en el sentido moral: si hubiera ocurrido algo muy penoso, habría sentido la pena de igual modo que entonces, cuando todavía no todo en la vida me resultaba indiferente. (...) Se me presentaba con toda claridad que si yo era una persona, y aún no me había convertido en un cero, y hasta que ello sucediera, en tal caso, estaba vivo, y por consiguiente era capaz de sufrir, enfadarme y experimentar la vergüenza por mis actos. (...) si me suicidaba, el mundo desaparecería, al menos para mí. Por no hablar de que en realidad era probable que ya nada existiera tras mi desaparición, y que cuando se apagara mi conciencia, se apagaría y desaparecería al instante todo el mundo, como si fuera una aparición de mi conciencia, pues tal vez todo ese mundo, y toda esa gente, no eran únicamente más que yo. (...)

III

(...)

Finalmente vi y conocí a la gente que habitaba esta feliz Tierra. Se acercaron a mí. Me rodearon y empezaron a besarme. ¡Hijos del sol! ¡Eran los hijos de su sol! ¡Oh! ¡Qué maravillosos eran! Jamás había visto en nuestra Tierra hombres tan bellos. Quizás pudiera encontrarse algún reflejo de aquella belleza, aunque lejano y algo debilitado, entre nuestros niños en su más tierna infancia. Los ojos de esta gente feliz brillaban con un esplendor claro. Sus rostros irradiaban raciocinio y algún grado de conciencia reconciliadora; pero a su vez  sus caras eran alegres; en las palabras y las voces de aquella gente se percibía una alegría infantil. ¡Oh! Al instante de ver aquellos rostros, lo comprendí todo. Era una Tierra que no estaba mancillada por el pecado original, y donde vivía gente que no había caído; vivían en el mismo paraíso en que, según la tradición, también habitaron nuestros procreadores, con la única diferencia de que toda la Tierra aquí era el mismo paraíso. Esas personas, sonriendo alegremente, se acercaban a mí y me acariciaban; me condujeron consigo, y cada uno de ellos deseaba tranquilizarme. ¡Oh! No me hacían ningún tipo de preguntas, pero parecían saberlo todo, o eso es lo que me parecía a mí; deseaban borrar cuanto antes el sufrimiento de mi rostro.

IV

(...) No deseaban nada y estaban tranquilos, no ansiaban conocer la vida como lo hacemos nosotros, porque su vida había alcanzado toda la plenitud. Sin embargo, sus conocimientos eran más profundos y elevados que los de nuestra ciencia, pues ésta busca explicar la vida, tendiendo a su vez a adquirir conciencia de ella con el fin de enseñar a vivir a otros; ellos, por el contrario, sabían cómo habían de vivir incluso sin la ciencia, y yo lo entendí, pero no conseguí comprender sus conocimientos. Me mostraban sus árboles, y yo no conseguía comprender el grado de amor con que los contemplaban: parecía enteramente que hablaban con seres semejantes. Y ¿saben?: probablemente no me equivocaría si dijera que hablaban con ellos. Sí, habían encontrado su idioma y estoy convencido de que los árboles les entendían. Del mismo modo contemplaban toda la naturaleza (...) Ellos eran tan veloces y alegres como los niños. (...) Se alegraban cuando nacían sus hijos por ser nuevos partícipes de su dicha. No había disputas entre ellos, ni celos, y ni siquiera comprendían lo que eso significaba. Sus hijos eran de todos, porque todos componían una familia. (...) No tenían templos, pero sí un contacto vital e ininterrumpido con el Todo universal (...)

(...)

V

(...)


(...) ¿Acaso nuestra vida no es un sueño? (...) Lo más importante es que ames a tus semejantes como a ti mismo, y eso es lo fundamental; creo que no se necesita nada más: al instante encontrarías cómo ordenar tu existencia. (...)

Dostoievski
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